Llegó el momento, sintió que se estaba
perdiendo. Se miraba al espejo y esa nueva arruga le recordaba la
preocupación de los últimos meses. ¿Dónde se fue su mirada
pizpireta? Se preguntó, pero solo fue un instante porque tenía
demasiado trabajo: la casa, que si bien estaba situada en una
urbanización de lujo en las afueras de Madrid, y pese al servicio,
requería de una constante supervisión. Los gemelos, que a sus ocho
años crecían disciplinados bajo su precisa tutela. La compra de la
semana, que debía ser sumamente precisa. No cabía en su despensa
productos de dudosa calidad que pudieran afectar o desequilibrar la
salud de su familia.
Y su marido, con un relevante cargo
directivo en una multinacional, que a su mediana edad seguía
manteniendo su agresivo atractivo.
¿Su marido?, por un momento se olvidó
de él.
Quizás, en más ocasiones olvidó su vida de casada.
Ahora era esposa y madre, sí, pero en su mirada al espejo pensaba
cada mañana en su vida pasada. Pensaba en aquellos tacones de
infarto que estilizaban su figura, en los vestidos pegados a su
cuerpo que marcaban sutilmente unas curvas bien formadas. En aquellas
miradas deseosas en los hombres, y acusadoras en algunas mujeres,
que le hacían subir el ego y sentirse una mujer hermosa.
Llegó el momento, era el día
indicado. Tenía que hablar con sus hijos, debía decirles algo de
crucial importancia: Su padre se fue, y no volvería jamás.
En
su cabeza retumbaban sus preguntas, ¿Pero, por qué mamá? ¿Dónde
está? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde se ha ido? ¿Por qué, ...ya no nos
quiere?
¿Cómo explicarles que desde hace tres semanas comparte
espacio en el sótano con los guisantes ultra congelados y las
gambas?