Que poco nos costaba llegar a casa con las rodillas heridas cuando éramos pequeños. Rodillas o brazos, codos o manos, la cara, el pecho o el culo; que más daba la parte del cuerpo dañada cuando todo era fruto de la diversión y el juego, y de pasar las tardes en la calle.
Recuerdo llegar del colegio y tirar la mochila, recoger mi bocadillo de paté o jamón york , y salir corriendo para quedar con mis amigos, que seguramente hacían lo mismo que yo con sus mochilas. Y a la pregunta de nuestras madres: ¿y los deberes? Las respuestas que siempre se oían en la escalera de mi edificio eran: ¡los hago más tarde!, ¡ya los he hecho!, o ¡hoy no tengo!
Juegos de calle, el pilla-pilla, el bote y la charranca, beisbol o futbol, canicas, patinete, el burro, patines, el escondite y muchos más. No era raro encontrar uno de ellos que no nos hiciera acabar por el suelo. Y que decir del afortunado que tenia una bicicleta y nos enseñaba por turnos a manejarla, y las peleas por subirnos a ella hasta que el dueño de la bici se la llevaba enfadado.
Arañazos y resbalones por subirnos dos en el patinete sentados, o cogidos a la tabla hasta tambalearnos, y perder el equilibrio y caer de lado con la mejor de las suertes, y cuando no, nos íbamos de cabeza y nos dejábamos las rodillas en el asfalto.
Así es como llegábamos a casa con esos moratones, ...con esas heridas "de guerra".
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