¡Soy mi madre! Y no, no hablo físicamente; hay dos hermanas más que quizás se parecen más que yo. Hablo de las frases que me sorprendo diciendo a mi hijo o nieta, de manías adquiridas al cocinar sin darme cuenta de ello, de hablar sola tantas veces o de hablar con mi perrita como hacía ella con Chester. A veces me doy cuenta de que estoy sentada en su sillón heredado de ella con la misma postura y un pañuelo de papel en la mano derecha, y me pregunto: ¿será memoria genética? ¿O será el sillón que tiene ese efecto? Me sorprendo también diciendo refranes a mis amigos cuando tengo ocasión, con la coletilla... eso decía mi madre.
Cuando nos vamos haciendo mayores y nos falta alguien tan querido, creo que es una manera de honrarla el recordarla con las pequeñas cosas cotidianas. La echo mucho de menos, y aunque sé que se fue tranquila y muy querida por todos, me cuesta pensar que ya no esté. A veces la quiero llamar por teléfono y recuerdo que no existe su número ya. Le quiero contar cosas de mí, sucesos que me pasan, egoístamente, tal y como somos los hijos. Le quiero preguntar si está bien y si está acompañada. Parece de locos, pero esta incertidumbre que tiene la muerte es algo que me perseguirá hasta que llegue la misma.
Soy mi madre; en lo más profundo lo siento así. De ella aprendí a ser resiliente y a cuidar a mi familia por encima de todas las cosas. Aprendí a doblar la ropa y a barrer, a hacer la cama o ponerme una compresa, a saludar al entrar y salir de una tienda, a esperar horas en el médico o a llegar quince minutos antes a mi trabajo... y a todas partes si he quedado con alguien. Tantas y tantas cosas que te enseña una madre. Entonces te miras al espejo y sabes que dentro de ti reside esa parte que puedes decir... ¡soy mi madre!